Comentario
Si comparamos dos cuadros de Friedrich y Turner, como pueden ser El gran vedado (1832) de Friedrich y Negreros tirando por la borda a muertos y moribundos (1840) de Turner, puede denotarse la gran diferencia en lo que concierne a la saturación del color y a la definición de los perfiles de las formas. Pero ambas son imágenes de totalidad de una naturaleza sensible que se presenta en pugna con nuestra capacidad sensitiva. El cuadro de Turner es ilustración de un hecho real, pero no plasmado con la prosa del documentalista, sino con la poesía objetiva de lo terrible. Es una imagen abrumadora de la vorágine de un mar presentado como un volcán en erupción, a la que se une el espantoso hecho humano. Representa una estampa de la naturaleza en su empeño destructor con visos de inaprehensible totalidad, al límite de nuestra capacidad de asimilación sensible, que se halla deslumbrada.El cuadro de Friedrich muestra las praderas inundadas de una reserva cercana a Dresde. Pese al bajo horizonte, el campo está visto desde arriba, y no como espacio recogido, sino que se prolonga a los lados y hacia el fondo. Como han apuntado Rosen y Zerner, los prados de los primeros términos invadidos por el agua aparecen como una masa redondeada en la que los parches de tierra son como mapas de continentes en lo que podría parecer una visión de la superficie del planeta. Volvemos a la figura de un lugar de sugestión de la idea de totalidad.El forzamiento de la perspectiva caracterizaba también las imágenes paisajistas de los cosmoramas. Los cosmoramas eran una atracción popular que se expandió ya en época romántica cuyo espectáculo consistía en imágenes de paisajes, monumentos o escenografías fantásticas que se exponían en salones, pero vistas, como en un escaparate, a través de cristales que deformaban ligeramente la visión. Con este asunto regresamos sobre el tema que nos ocupaba al principio, las vistas para dioramas de Daguerre. La popularización de los recursos de la imaginería paisajista del romanticismo tuvo lugar por la vía de estos seductores inventos. Algunos artistas de escenografías románticas muy conocidos, como David Roberts y John Martin, pintaron para salones de dioramas. El atractivo se hallaba en que imágenes de lugares legendarios, de eventos históricos o de monumentos lejanos eran expuestas con cierto misterio y con inquietantes efectos a un público burgués que no necesitaba salir de su ciudad para disfrutar de semejantes aventuras visuales.Son muchas las variantes de estas imágenes accesibles al pequeño consumidor, desde pequeñas vistas para mirar al trasluz, hasta las grandes imágenes en redondo que se presentaban en los coliseos para panoramas. El panorama es la versión más compleja de cuantas simulaban vistas espectaculares. Existen vistas panorámicas, esto es de 360 grados, desde hace más de cuatro siglos, sin embargo, en el siglo XIX se escenificaron en edificios construidos al caso. Robert Barker patentó este invento en 1787 y en las primeras décadas del XIX, en diversas ciudades europeas, el público podía verse envuelto en horizontes completos que simulaban con gran verismo, por ejemplo, la vista panorámica de otra ciudad o un paisaje alpino. Estas vistas se hicieron grandiosas con los años. Asimilaron la técnica dieciochesca de los prospectos y consiguieron dar con una interpretación de feria para la obra de arte total.De la instancia a la idea de totalidad en la ficción, propia de la poetología romántica, se pasó a la exposición de la idea de totalidad realizada. Y esto no dejó de incidir sobre los paisajistas. La pintura de prospectos fue rescatada por los panoramistas, pero también por los nuevos pintores de paisaje que, como F. G. Waldmüller o J. M. von Rohden sintieron la necesidad de que sus cuadros se dotaran de un verismo más minucioso y más documentalista, como sus retratos y sus pinturas de género. O bien, en el otro extremo, los paisajes de los dioramas hicieron uso frecuente de procedimientos técnicos para efectos de espectacularidad y fantasía que, antes o después, se desligarán de los compromisos empiristas del primer paisaje romántico, como maneras emblemáticas. Podemos pensar, a este respecto, en las formas de representación de un John Martin (1789-1854) o, de otro modo, del paisajista español Jenaro Pérez Villaamil (1807-1854).Los signos distintivos del paisaje romántico pasaron a nutrir objetivos de modernidad, con las consiguientes alteraciones. Es, en lo que a esto concierne, muy ilustrativo el papel que juega la imagen de la incipiente sociedad industrial. Entre las primeras composiciones artísticas que se conocen de paisaje industrial figuran algunas aguatintas de Ph. J. de Louthebourg, que fue también el excéntrico inventor del Eidophusicon (1781), la versión primigenia del espectáculo del panorama. Llama la atención, con todo, que las factorías, las grandes chimeneas y otros asuntos de la vida industrial apenas fueran tratados por los pintores.Entre las primeras representaciones al óleo se encuentran dos cuadros de 1830 y 1834, respectivamente de C. Blechen y de Alfred Rethel. El lienzo de éste es un registro marcado por la objetividad propia del realismo biedermeier, mientras que el de Blechen presenta la mirada escéptica de unos barqueros al humeante taller de laminación que aparece como un extraño en medio de un paisaje campesino. Esa distancia romántica desaparecerá pronto. Las estremecedoras erupciones del Vesubio, plasmadas decenas de veces en los paisajes de la época romántica, no tenían un efecto estético tan distinto del de las grandes fundiciones de hierro. El apego romántico a los efectos de sublimidad y desasosiego favorecerá finalmente la asimilación, por así decir, estética del poder de la máquina y del fascinado gigantismo del desarrollo.